EDUARDO SANTA
A benámar se levantó muy temprano y después de ceñir su túnica de lino blanco y de anudarse las sandalias de cuero, echó a caminar por el sendero angosto que conduce de su cabaña hasta los altos riscos donde había pasado casi toda su vida, en completa soledad, apacentando su rebaño de cabras. Ya no las tenía, pues su avanzada edad no le permitía conducirlas por aquellos parajes escarpados ni cuidarlas de todos los peligros, pero conservaba la costumbre de frecuentar el sitio donde desde hacía cinco años se sentaba a contemplar el esplendor de los cielos y tocar su delicado caramillo.
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